El hedor acre llenó la habitación de la mala muerte, el hedor acre salió por la ventana. El hedor acre llenó la avenida de la mala muerte, el hedor acre se fue calle arriba. El hedor acre llenó las calles y las avenidas de la triste y gris ciudad de la mala muerte. El hedor acre se extendió por el país de la mala muerte, por el continente de la mala muerte; cruzó el océano, llenó la Tierra. Ellos quedaron de pie: él, sabio y veraz; ella, decente y llena de bondad.
Enrique se irritó y áspero gritó: «¡Qué clase de principios morales creés que tengo!». Javier trató de responder con tacto ―porque siempre luchaba contra la rudeza―, pero al instante se sintió avergonzado. ¡Cómo pudo haber dudado del muchacho, de su integridad y de las buenas costumbres que seguramente le había inculcado su madre! ¡Cómo pudo pensar aquello de aquel que siempre había sido tan prudente!
Él, por lo contrario, no podía conciliar el sueño. El remordimiento lo despertaba de madrugada cada vez que los recuerdos volvían. Había reincidido en más de uno de los vicios de un pasado que pensaba olvidado. Así, Javier iba por la vida a trompicones. ¡Deseaba tanto alcanzar la virtud de aquel muchacho! Personas como Enrique eran dignas de imitar.
Y aquella mujer ―Marina era su nombre― rebozaba de virtud. Trabajadora infatigable, ocupaba un cargo importante en una gran empresa. Había sido tan magnánima, tan generosa en verdad con Javier, quien se sentía seguro al amparo de su sombra protectora, cobijado bajo un cariño casi fraternal. Por eso, Javier aún se achacaba la culpa de lo ocurrido cuando Marina lo despidió del empleo que ella misma le había ofrecido. Javier concluyó que ella tenía razón cuando repetía que él no servía para nada. Quizás él la había malinterpretado y en su desbocada huida del pasado había tropezado con las virtudes de Marina. Ella repetía que no le cabía en la cabeza que algunas mujeres manipularan a hombres como Javier y se llenaran la boca asegurando ser portadoras de excelsas y preclaras cualidades. Ella, en cambio, pobrecilla desdichada, ¡era tan sufrida!
Una tarde calurosa de finales de verano, Javier, convertido ahora en una piltrafa, se sentó a meditar en el porche de la casa. Ambos, Enrique y Marina, no se equivocaron. Si Enrique no pagaba sus deudas, eso solo se debía a su «muy jodida infancia», como el mismo Enrique decía; y si había tenido «ayuntamiento carnal» en la adolescencia y eso le había causado un trauma ―como solía decir su abuela―, la culpa no era suya. Las malas lenguas aseguraban que Marina, la pobre mujer, había hecho trastabillar al que lo perdió todo por ella, pero la culpa era de aquel hombre manipulador de la desdichada mujer, y era una vil mentira ―aseguraba― que se hubiera casado con él para abandonar sus supuestos fugaces amoríos.
Javier se golpeaba el pecho, gemía y sollozaba: «Oh, ¡aquel muchacho noble y sabio, y aquella mujer decente y buena!». Eran tan virtuosos, sí, ¡como él nunca podría serlo! Para Javier estaba vedada la decencia y la nobleza. Ahora comprendía que tener conciencia era el mayor pecado que la humanidad podía cometer. Era su único pecado. Pero era tan difícil deshacerse de aquella molesta voz que le hablaba cada mañana, que le hacía recordatorios en cada atardecer. Su final estaba escrito: Javier había nacido para ser una «mala persona» e inexorablemente acabaría solo… ahora y eternamente.
Escrito originalmente en septiembre de 2012 por Julio Santizo Coronado