Cuando dejé la aviación ―mi vida es una cadena de abandonos y unos cuantos efímeros y a veces agradables reencuentros―, apenas meses después de obtener la licencia de piloto privado, había acumulado poco menos de cien horas de vuelo. Aunque la experiencia fue breve, en esas horas hubo muchos momentos inolvidables, sensaciones y experiencias del existencialista que llegaría a ser años después ―y al que tuve que dar muerte para poder vivir―. Pero, además, la charla, la compañía, los pilotos con quienes volé y a quienes escuché, el vuelo mismo, las aeronaves y la fascinación que desde niño despertaban los aviones en mí; todo eso enriqueció mi vida y la experiencia sigue ayudándome.
Algunas horas de vuelo, empero, nunca se anotaron en mi bitácora. Fueron aquellas en que no ocupé ninguno de los asientos delanteros, vuelos en los que no era más que un patojo que daba un colazo en avión. Pero sí hubo algunos en los que, aunque solo pude sentarme en el asiento derecho, participé del vuelo.
colazo. Se dice en Guatemala y en El Salvador de un paseo, generalmente gratuito y en automóvil. Por extensión, en avión, tren, motocicleta o lo que sea que se mueva solo y nos transporte.
Con información del Diccionario de americanismos (RAE)
Recuerdo tres vuelos a los que fui invitado como tripulante u observador aprendiz y no solo como peso muerto que mira por la ventanilla. De uno de esos, que terminó en Salamá, ya hablé en esta bitácora.
Otro de tales vuelos tuvo como destino Cobán y la finca La Tinta, en Alta Verapaz en un Cessna 210 Centurión. Ocupé el asiento derecho y tuve los mandos de la nave una breve parte del vuelo, por lo que nunca lo anoté en mi bitácora. Fue mi primer instructor quien me invitó a acompañarlo en esa ocasión, en una ruta y en una aeronave muy distintas a aquellas a las que estaba acostumbrado, pues el Cessna 210 es una aeronave de tren retráctil y mucho más pesada y veloz: unos 180 nudos (alrededor de 330 km/h). Llevábamos un solo pasajero: el custodio de una empresa de transporte de valores; y una valiosa carga: el dinero de la nómina de una finca del norte de Guatemala.

Del tercero de esos vuelos, en el que fui navegante y operador de radio de Guatemala a Puerto Barrios y viceversa, hablaré al final de estas memorias. Antes, recordaré el único vuelo al que me invitaron como pasajero en un bimotor: un Cessna 421 Golden Eagle, el TG-PAB.
Esa aeronave pertenecía a una famosa cadena guatemalteca de restaurantes que vende pollo frito. Un día de un mes que no puedo recordar con exactitud, luego de que la nave saliera del taller de Importavia, donde se hallaba también la Escuela Aérea, el capitán que solía volar esa aeronave nos invitó a mí y otros a acompañarlo. Se trataba de un vuelo de prueba. (Hoy, las regulaciones aéreas son más estrictas y ya no se permite hacer tal cosa cuando una aeronave ha salido del taller luego de un servicio mecánico de rutina; aquello ocurrió en 1983).
Recuerdo que, luego de despegar de la pista 01 (hoy 02), volamos hacia el sur y nos dirigimos al volcán de Fuego; entonces, ascendimos por encima del cono, que rodeamos. A continuación, volamos al oeste y nos dirigimos hacia Retalhuleu, donde luego de chequear enfilamos de nuevo hacia el sur, a la línea costera; entonces, volamos hacia el este y, luego de chequear Iztapa, nos dirigimos de nuevo al norte, hacia Santa Elena Barillas, donde comenzamos nuestro descenso y aproximación a La Aurora. El vuelo duró unos 45 minutos. El patojo de 17 años que era entonces no salía del asombro, pues aquella nave volaba a unos 240 nudos, cerca de 440 km/h.

Volar fue y sigue siendo una experiencia que no deja de impresionarme. Cada vez que escucho que una aeronave se acerca, levanto la vista al cielo y la observo hasta que desaparece. Mi oficina, que se encuentra en el fondo de la terraza de mi casa, tiene vista al oeste; así que puedo ver por mi ventana las aeronaves en aproximación final a la pista 20 de La Aurora. Además, vivo en la salida y aproximación de 45 grados de la pista 02, así que pasan sobre mi cabeza los vuelos que van al este, al nororiente o a Miami y el resto de Centroamérica antes de virar a la derecha cuando el viento sopla del norte.
Aunque entiendo la física del vuelo, no deja de sorprenderme que algo más pesado que el aire pueda hacer lo que los aviones hacen. Mucho más cuando veo por las tardes de ciertos días de la semana los cientos de toneladas de los Boeing 747 de carga que despegan del aeropuerto de la ciudad de Guatemala.
Incluso cuando he volado como pasajero en aeronaves mucho más pesadas que aquellas cuyas cabinas conocí en mi adolescencia, no puedo dejar de sentirme parte de la aeronave: el empuje de los motores al acelerar sobre la pista, los sonidos característicos de cada fase del vuelo: una desaceleración, la extensión del tren de aterrizaje o de los flaps, cosas que a los profanos quizás les causen temor, pero que a quien ha pilotado asaetean con sensaciones familiares y nos hacen evocar recuerdos. El Águila Solitaria lo escribió de manera magistral:
«Solo vivo el momento en este extraño espacio inmortal, pletórico de belleza, traspasado por el peligro».
Charles Lindbergh, en “The Spirit of St. Louis”
El inolvidable principio del fin
El 7 de septiembre de 1984 ―ya era piloto privado para entonces―, Lenin Calderón, quien era uno de los propietarios del TG-KOI (Kilo Oscar India), un viejo Cessna 172, y de su gemelo, el TG-KIG, me invitó a ser su copiloto en un vuelo a Puerto Barrios, en el departamento de Izabal, en el nororiente de Guatemala.
Recuerdo que esa tarde había estado lloviendo en La Aurora. El tiempo estaba mejorando en Izabal, así que decidimos despegar. El objetivo era traer de Puerto Barrios a un pasajero. No obstante, llegamos cerca de la puesta del sol y este decidió retornar al día siguiente. Así que, sin dinero en los bolsillos, tuve que pedirle a Lenin que me prestara plata para pernoctar en aquella ciudad, pues no estaba en mis planes quedarme en Puerto Barrios esa noche.
Durante el vuelo hacia Puerto Barrios, el tiempo iba mejorando conforme avanzábamos. Volábamos sobre el curso del río Motagua cuando, al pasar junto a Zacapa, un hermoso arcoíris se extendió por debajo de nosotros, como un círculo completo, tal como desde el suelo se observa un halo alrededor del Sol. Este es un fenómeno que solo puede observarse desde el aire, y esa tarde recibí ese obsequio del mismo cielo. Sus colores poco a poco se desvanecían mientras las gotas de agua de la llovizna ligera cedían su lugar a un aire limpio y fresco en aquella calurosa región de Guatemala.
Después de dejar la frecuencia 126.9 de Guatemala Radio y acercarnos a Puerto Barrios, aterrizamos en la pista cercana al mar, en cuyos bordes crecían las palmeras. Hace muchos años que no visito ese lugar. El vuelo tuvo una duración de 1 hora y 36 minutos. El campo aéreo ha cambiado mucho y ahora tiene categoría de aeropuerto internacional.
Después de un paseo en medio del vaho exhalado por el suelo después de las lluvias vespertinas en el trópico ―ese alivio que se experimenta después del bochorno y que nos transporta a las descripciones del Macondo de Gabriel García Márquez―, comimos un bistec encebollado con papas fritas en un lugar cuyo nombre no recuerdo, pero que seguramente estaba en la 7a avenida de Puerto Barrios, cerca del Hotel del Norte.
Esa noche, Lenin y yo tuvimos en la oscuridad una de las más banales y bobas charlas en la habitación de aquel viejo hotel, aunque en realidad Lenin habló la mayor parte del tiempo. El tema recurrente: las chicas.
A la mañana siguiente, el desayuno me esperaba en el comedor del hotel. Un mozo vestido de blanco sirvió la mesa y, por alguna razón, el único e imperecedero recuerdo que guardo de esa comida es de algo que a quienes lean esto quizás les parezca de lo más insulso, dadas las circunstancias que me rodeaban entonces con 18 años de edad: un plato de leche tibia con Corn Flakes®.
Después del desayuno, volvimos al aeropuerto, donde el 172 había pasado la noche a solas, rumiando sus pensamientos de ave de aluminio, y, luego de recoger al pasajero, retornamos a La Aurora. Volé de nuevo en el asiento derecho, encargándome del radio y de la navegación. El aterrizaje de Lenin fue muy suave, así que recuerdo bien que le dije «Me gusta cómo volás», a lo que Lenin respondió «Me gusta cómo navegás». El vuelo de retorno, el 8 de septiembre, tuvo una duración de 1 hora y 24 minutos.
Epílogo
Poco más de un mes después de aquel “colazo” a Puerto Barrios, el 12 de octubre de 1984, llevé a un amigo a volar en un Cessna 152-II, el TG-EAL, a la finca Tanzania. A ese vuelo debo dedicarle una entrada aparte en estas memorias. Ese mismo mes, pero unos 14 días después, aterricé de emergencia cerca de Palín, Escuintla, con tres pasajeros a bordo del TG-KIG. El TG-KOI, en el cual volé con Lenin a Puerto Barrios, se estrelló un par de meses después cerca de Antigua Guatemala.
Varias razones me llevaron a retirarme de la aviación. En realidad, contrario a lo que algunos podrían pensar, no me dio miedo volar después de aquel accidente. Esta es una «terquedad» que solo quienes vuelan entienden (imagino las sonrisas de los pilotos que lean esto). En realidad, fueron muchas cosas más las que me alejaron de La Aurora, entre ellas los temores de mi madre.
Pasados unos años, durante una visita al Círculo Aéreo, me enteré de que Lenin Calderón había muerto en un accidente aéreo acaecido en México. Murió haciendo lo que más le gustaba. Y lo mismo ocurrió con Augusto Biener y con don Arturo García, pilotos con quienes pasé buenos momentos en el aire.
Si en este momento algún piloto me dijera «viejo ―porque ya no soy un patojo―, vamos a dar un colazo», no lo pensaría ni siquiera una vez.
Julio Santizo Coronado