Un niño de casi doce se la pasa horas de horas a solas en casa, en un nuevo vecindario, en un lugar que llama mejor, porque disfruta de más libertad que en el antiguo barrio donde vivió hasta los diez años. Sus padres se mudaron en 1975. Después tanto tiempo, mucho ha cambiado. La casa no es la misma en sentido literal: mi madre duerme en la muerte, mi padre viene a casa cada semana y se sienta a mi mesa. El jardín vuelve a llenarse de rosas y jazmines. En la terraza crecen los cactus, las suculentas y las hortalizas.
Hay ahora una oficina en el extremo este de la nueva segunda planta. Mi esposa la construyó con la herencia que mi madre le dejó sobre la cuadragenaria casa. Ahí escribo, estudio, leo muy poco, hago memoria reiterativa. Cubro las paredes con fotografías: flores, perros, los aviones que piloté, la aeronave en la que terminé mis breves días de aviador, memorias de pocos viajes, recuerdos de pocos amigos de los cuales no conservo nada debido a mi costumbre de cambiar de piel cada cierto tiempo.
Por inefable razón, en mi corazón se alimenta la permanente sensación de que mi existencia cambió por completo en 1972, en cuyo otoño llegué triunfal a los siete años de vida fuera del vientre. Mis padres trabajaban todo el día. Mi madre, profesora de artes y oficios, salía por las mañanas; al volver me servía el almuerzo preparado la víspera y retornaba al trabajo. Volvía al caer la tarde; y durante muchos años, demasiados para un niño, volvía a ausentarse un par de horas por las noches, pues enseñaba a señoras en la Universidad Popular.
Cuando la puerta se cerraba, el niño se quedaba a solas con el televisor. Entonces, cubría la pantalla con un pliego de celofán rojo para crear la ilusión de la TV a colores que estaba fuera del alcance de los bolsillos de sus padres. Antes de que llegara 1975, viejas historias en blanco y negro llenaban aquellas paredes que rezumaban soledad. En los días finales de los años 1960 e inicios de los 1970, la televisión abierta (la única de entonces, con apenas tres canales, a los que se sumaría un cuarto en 1978) transmitía programas extranjeros en Guatemala.
Películas de los años 1940, 1950, 1960: comedias musicales, policiales, filmes basados en la literatura estadounidense del siglo XX, los clásicos del terror… todos tuvieron su día y le llenaron la cabeza de historias al niño que cambió el barrio La Palmita por las angostas y ajardinadas calles de una colonia de la clase media trabajadora con tufos de rancia vanidad con hambre. Y así nació un deseo: volar; y una manera de jugar a solas: escribir.
En aquellos días, las cintas basadas en las cruentas historias de la Segunda Guerra Mundial todavía eran muy populares. La guerra de Vietnam había terminado en 1975 y se hablaba de ella en todas partes. El hombre había llegado a la Luna en julio de 1969. La serie de televisión Twelve O’Clock High emocionaba a niños que soñaban con estar al mando de un Boeing B-17 Flying Fortress, sin imaginar toda la realidad que se ocultaba tras el velo de romanticismo de aquellas películas rodeadas de mitos.
Una tarde de 1977, aquel niño salió de casa y tocó a la puerta de su vecino. Llevaba consigo un cuaderno. No recuerda si lo leyó en voz alta o si se lo dio a leer al vecinito. Este niño se ha ido haciendo viejo y, a decir verdad, no recuerda muy bien cómo llegó a escribir ese primer cuento que pudo haber titulado Kiel.
«No hay nada nuevo bajo el sol» en lo que respecta al dolor y la miseria humanas. Aquella historia no tenía nada de original, porque la maldad no ha cambiado, salvo la intensidad de la crueldad que aumenta imparable. Pero nunca falta quien busque un haz de compasión en medio de la oscuridad. Lo demuestra este artículo de Jacinto Antón publicado en El País.
https://elpais.com/cultura/2018/01/02/actualidad/1514915830_184485.html
¿De qué iba aquella historia? El piloto inglés de un caza Spitfire es derribado en Alemania, donde lo hacen prisionero (en la ciudad de Kiel, nombre seleccionado al azar en un mapa del Diccionario Enciclopédico Ilustrado Sopena). Su carcelero, un joven soldado alemán, simpatiza con el aviador británico y decide ayudarlo a escapar. Durante la fuga, el soldado nazi da la vida por su amigo británico, quien escapa y vuelve (no sabemos cómo) a su hogar.
El manuscrito se perdió en medio de los turbulentos días de las ausencias y los conflictos domésticos y personales, quizás en alguna de las bipolares batallas que fatigan y hacen olvidar. Pero tanto el deseo de pilotar como el gusto de leer poco y de escribir menos pervivieron. En 1980, el entonces adolescente hurtó el volumen de la poesía completa de Antonio Machado (Colección Austral) de la biblioteca de los padres de un compañero del cole. Nunca devolvió aquel libro. Pero sí les entregó a un par de estudiantes de la jornada vespertina del aburrido plantel un par de poemas que una chica de un grado superior envió, sin pedir permiso, a un programa de radio que los puso al aire. ¡Vaya sorpresa! Al menos eso cuenta la leyenda urbana. Ya he olvidado, y sigo escribiendo para poder seguir viviendo mientras llega el fin de todas las historias penosas y vuelven las historias felices para quedarse por siempre.
Julio Santizo Coronado