«El mundo habrá acabado de joderse —dijo entonces— el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga». (Gabriel García Márquez)
Hay quienes pagan miles de dólares por un cómic icónico o por cualquier objeto que se presuma, incluso con sospecha o presentimiento, que perteneció a este o aquel famoso, a esta o aquella celebridad, o a aquel desdichado a quien nadie comprendía y que se refugió en el arte o en la locura para que alguien cayera en la cuenta de que verdaderamente existía, que era solo una persona más, atrapada en la humanidad que todos compartimos.
Libros y gente como todos los demás
En la oficina de enfrente, en aquel edificio donde el hollín se colaba hasta por los poros que la inmundicia le abría al mismísimo aire que respirábamos todos los días, justo enfrente del Mercado Central, en el Centro Histórico de la ciudad de Guatemala, el vecino me reprochó en una tarde oscura de un mes incierto del triste año cuyo número he olvidado ―¡afortunadamente!― el haber obsequiado, vendido, y, además, lanzado a la basura de la ira y la decepción aquellos libros. Y me dijo con cólera imposible de reprimir: «¡Es una gran falta de respeto para el autor!».
Se refería a un ejemplar de la primera edición guatemalteca de Entre la piedra y la cruz y a la primera edición mexicana de Llegaron del mar, de Mario Monteforte Toledo, ambos autografiados y con dedicatoria del autor, quien al recibir el primer título de mis manos dijo: «Creí que ya no había más de estos»; el mismo que unos meses después me preguntó cuando le mostré el segundo: «¿Dónde consigue usted estas cosas?». Además, entre aquellos libros que poco a poco fueron desapareciendo, vendidos por una bicoca, obsequiados y a menudo despedazados por la ira de la decepción, se encontraba un ejemplar de El túnel, de Ernesto Sabato, autografiado por el autor, dentro del cual había un trozo de papel, una carta escrita a máquina por el argentino, que comenzaba con estas palabras: «Querido poeta». Además, aunque sin firma alguna, pues soy incapaz de resucitar a los muertos, había entre aquellos pocos cientos de libros una primera edición impresa en Uruguay de 20 Rábulas en Flux, del guatemalteco Flavio Herrera.
Años más tarde, repetí de nuevo aquel acto considerado deshonroso por muchos y que bien me hubiera valido algo más que un grito iracundo de mi antiguo vecino de edificio, quien para entonces ya había retornado al silencio del polvo según supe: el ejemplar de Instinto de Inez, de Carlos Fuentes, autografiado, fue a parar a alguna librería de viejo o a algún lugar oscuro que mi memoria, siempre fiel a su hábito de reescribir encima de sí misma, ha olvidado.
A finales de 2019, un viejo amigo y excompañero del extinto programa Autores, Libros y Lectores me envió un mensaje por WhatsApp. Era un «reclamo», como suelen llamar en Guatemala a la reprensión y a la censura, por no haberle dicho que había publicado «un libro para niños». Bueno, en realidad había publicado dos. Pero no le dije eso. De otra manera, la recriminación habría sido todavía más severa que la recibida en aquel tercer piso, que para entonces era solo un cadáver entre los recuerdos de finales de los ochenta e inicios de los noventa.
El mensaje censurador no habría sido memorable de no ser porque aquel amigo había incluido una fotografía: el libro de marras, publicado en 2017, que había hallado y comprado en una librería de viejo por poco dinero. Y pensé en los años de búsqueda y desencuentro, en los días de locura y lectura solitaria, en las prisas, las tristezas, las alegrías que solo abrían un hueco más en el corazón y en las esperanzas vanas. Las salomónicas palabras del Congregador, que encajaban con las piezas del rompecabezas que llamamos vida, se dibujaron en el ulular del viento de la madrugada:
«Pero, cuando reflexioné en todas las obras que mis manos habían hecho y en todo el duro trabajo que había realizado con tanto esfuerzo, vi que todo era en vano, era perseguir el viento. No había nada de verdadero valor bajo el sol».
Julio Santizo Coronado, 2 de febrero de 2020