Mientras aumentan las restricciones en el país desde el cual escribo ―y en el resto del planeta― también lo hace algo que casi habíamos olvidado: el silencio. Escribo estas palabras a las 1530 GMT y las reviso y publico a las 2000 GMT. No menciono la hora local a fin de que quienes lean esto en España, o en otras partes, se hagan una buena idea de lo que sucede en este rinconcito de América. Hay mucho silencio. ¡Se escuchan los pájaros por la mañana! Se oyen trinos, graznidos y gorjeos muy fuerte y muy claro. A lo lejos, esta mañana, como si fuese de madrugada, se oía un rumor de automóviles, pero en la distancia. Es ineludible que algunos salgan de casa. ¿Acaso disfrutan del silencio?
En 2013, dos años antes de que mi madre se durmiera en la muerte y descendiera a su propio silencio, escribí una serie de reflexiones en lo que podría llamarse un diario. Poco después, eliminé algunas y conservé las que me resultaban más significativas. Entonces, las reuní en un librito que titulé Las horas de mi madre. La parte 18 de ese librito habla de lo que pienso del silencio y de cuánto lo estimo, de cuánto lo amo… a menos de que disfrute del cariño de los amigos reunidos en casa, algo que en estos días de veras se extraña y no siempre se aprecia en su justa dimensión.
Breve historia del fin del mundo
La calle enmudeció (el viento…). En la distancia, el monótono anuncio suena sin piedad a través del altavoz del camión del chatarrero. La grabación se repite… y otra, y otra, y otra vez…
En las casas: silencio (el viento…). Ni televisores… ni radios, ni el aleteo de un pájaro o el zumbido de una abeja. «¡Al fin!», pensó. El camión del chatarrero no se mueve. La grabación repite el anuncio del verdugo.
Se está quieto. Se queda en silencio unos segundos para asegurarse de que ha acontecido, para estar seguro de que al fin ha sucedido. Silencio… ¡más silencio! (el viento…). «Ahora saldrán los sobrevivientes de sus casas, de sus autos, de los edificios: aparecerán por las bocacalles». No hay nada más que silencio (el viento…).
Entonces… el camión de la chatarra avanza. Oscuras siluetas salen de él. Escucha las risotadas. Se acercan las miradas torvas. Se hacen una señal mientras avanzan a lo largo de la calle que poco a poco se vuelve a llenar de ruido.
Él mete las manos en los bolsillos de la chaqueta y sigue caminando. Al llegar a la esquina ve cómo se aleja el autobús. Aún es demasiado temprano.
26 de julio de 2013
Me gusta estar a solas y disfrutar del silencio. Me levanto todos (casi todos) los días de madrugada. Aspiro el aire helado, siento el rocío, espero la salida del sol y veo cómo se reúnen puntuales las zenaidas que se hablan unas a otras con su arrullo y se juntan delante de mi terraza a la espera de la pitanza: maíz quebrado, sorgo (o maicillo, como lo llaman en Guatemala) y un poco de alpiste para los gorriones, los coronaditos y los chingolos que también visitan la casa cada mañana. Pongo agua fresca en el cuenco que alguna vez fue de uno de mis perros, y entonces descienden de los techos vecinos y de la alambrada de la terraza que da a la parte posterior de mi casa (vivo en una segunda planta).
Hubo un tiempo en que el único deleite que me causaba sosiego era sentarme en cierto lugar, un tanto lejos de casa, y disfrutar de la comida perfumada que unos jóvenes cocineros preparaban. Lo hacía en la terraza del café, a la sombra de los árboles y debajo de un vetusto parasol. Fue en una de esas ocasiones cuando escribí unos versos que recogí en Palabras del agua y de la mar. Eso sucedió poco antes de que el ruido que había en mi mente se hiciera ensordecedor y me llevara al colapso debido al estrépito del odio y de la indiferencia que veía crecer sin freno en este mundo. Estas son esas líneas:
ESTRÉPITO
Estrépito citadino,
maldita sofocación,
vías repugnantes;
(abrazo el diccionario…).
¡Qué sería de las vistas
que se vuelven hacia adentro
si no tuviese estos esbozos
de recuerdos otoñales!
Carboncillos en la falda,
caballete de ansiedad,
colores que suenan aquí dentro;
(el azul y el amarillo…).
¿Qué fue de aquellas cartulinas
bajo la luz de la mañana,
sobre el naranja veteado
de la inconclusa infancia?
La linaza en suaves óleos,
que abrillanta de mi lienzo la tersura
(tela en blanco…).
¡Silencio, volvamos al silencio!
No más voces, no más acentos burdos:
malditos sean
los sonidos de estas voces,
que más que humanas
parecen coces
de mulas, de asnos,
de yeguas y caballos.
Píntame girasoles
y detén el ruido,
apaga las terribles voces;
(¡paz, solo paz y nada más…!).
Estrépito citadino,
¿cuándo te irás por siempre,
cuándo serás sosiego:
el fin de la estridencia,
soledad, hermana del silencio?
23 de noviembre de 2012
¿Por cuánto más tiempo se extenderá este silencio? ¿Cuánto más aumentará? La humanidad ha llegado al punto de alabar la estridencia, el estrépito: música degradada que baja cada día al sumidero del ruido y la disonancia del mal llamado arte, publicidad que se vale de gritos y de voces chillonas para atraer la mala atención de los incautos, música de fondo que no quiere serlo y que lucha por encimarse contra el diálogo, gritos y bocinazos en las calles, tonos de espera que nos obligan a alejar el auricular… ¡Cuánta falta nos hace el silencio! No fuimos hechos para el ruido, sino para la paz y el mayor de todos los gozos: pensar con tranquilidad.
Cuando el Cordero abrió el séptimo sello, hubo silencio en el cielo durante una media hora.
Apocalipsis 8:1
Julio Santizo Coronado, 21 de marzo de 2020 (primavera boreal)
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